miércoles, 18 de agosto de 2010
EL POLVO DEL TREN (2)
El tren, tras una breve parada, partió de la estación de Aranjuez cumpliendo con su ruta. Ningún viajero nuevo subió a nuestro coche. Aquella desconocida hembra y yo, nos habíamos quedado completamente solos en el vagón y ya éramos los únicos que lo ocupaban, porque los escasos pasajeros que lo venían compartiendo con nosotros desde Madrid, se habian apeado minutos antes en la bella villa madrileña. Me mantuve pegado a la ventanilla durante unos minutos disfrutando del verdor de la vega del Tajo hasta que de nuevo, se impusieran los monótonos secarrales de la meseta. A mi vecina viajera, no se le pasó el circunstancial detalle. Tanto ella como yo, éramos conscientes que ambos empezábamos a saborear una concuspicente soledad, ahora si, completa, exclusivamente nuestra, sin concursos extraños. Era lo que ella buscaba desde el mismo momento que subió al vagón y detectó mi presencia, aunque la suerte también jugara su papel.
Hasta entonces nos habíamos mirado de soslayo tres o cuatro veces, con ese tipo de mirada defensiva que solo busca conocer, pero sin que te delate, ni ser conocido a su vez. Fué en la estación de Aranjuez cuando nos miramos a los ojos de verdad, tras el desalojo de los viajeros; fué un instante, casi fugaz, pero que delataba nuestros íntimos deseos y sobre todo, dejaba claro un punto común de complicidad.
Tras la salida del convoy, ella volvió a colocarse en la misma posición que antes adoptara, recostada sobre el ángulo entre el asiento y la ventanilla, semiextendiendo las piernas sobre el asiento, dejando una medio colgando, a veces las dos juntas, otras ligeramente separadas o bien recogidas, posturas todas que ella iba modificando en función de unas premisas inconcientes prestablecidas, cada vez más apremiantes, que venían marcadas por la tirania de Eros.
Yo busqué una posición estratégica donde podía observarla apenas a un metro de distancia, pero solo de la cintura para abajo. Casi la podia tocar, lamer se diría. Ella era plenamente consciente del cuadro erótico que habíamos creado entre los dos y ejercía la parte de su papel con deliciosa, calculada e intensa provocación. Podía deducir que también ella era consciente del grado de intensidad con que yo aceptaba su ofrenda. Ambos habíamos encontrado la fórmula más cómoda y lúdica para desarrollar todas nuestras fantasias, a la vez que, ilusamente, creiamos mantener todavía intactas, nuestras habituales idiosincrasias personales, que para entonces, no pasaban de ser una ridícula pose que estaba fuera de lugar.
Su cara y sus pechos no podían ser objetivos directos de mi obsesión, escapaban a mi ángulo visual y quedaban demasiado a la izquierda. De momento me tenía que contentar con aquella parte de la anatomía que me ofrecía, pero la visión de aquellas nalgas inmensas, deliciosamente suaves y curvilineas, cubiertas por una falda que la resbalaba sobre la rodilla, colmaba sobradamente mi cada vez más acuciante necesidad de poseerlas. Ya entonces, mi miembro, virilmente erecto, no respondía a los débiles y escasos dictados de mi voluntad. Se había sometido como acostumbraba, a las tiránicas leyes del deseo y luchaba inutilmente por deshacerse del corsé de hierro a que le sometía la presión asfisiante de los jeans. Por las mismas leyes, presumía en ella, desde su condición de hembra, la misma actitud sumisa, cuando no de laxitud, a la omnipotente presencia de los dictados del deseo y los sentidos. Seguro que su sexo se hallaba invadido por un caliente flujo, esa especie de charbo biológico mezcla de diversos fluidos, de cuya cálida acidez, le estarían impregnando las braguitas con sugestivas fragancias.
Lo que aconteciera, marcaría las pautas del ritual lúdico más excelso. Tal fuera así, que nuestros pensamientos parecian navegar en una barca con un solo remo. Nuestras mentes, libres ya de las ataduras defensivas, parecían estar interconectadas dentro de una simbiosis perfecta; semejaban a simples cajas de resonancia que se limitaban a servir de eco de nuestros deseos más íntimos. Cada impulso llegaba nítido a la mente del otro y al cual nos sometíamos con una docilidad impropia, casi obcena, correspondiendo al instante, al deseo del otro. Pero eso era lo que ambos queríamos. !Bájate la falda un poquito más!...!Así!...e instantes después sus dedos respondian reduciendola. !Un poco más!..!Un poco más! y ella obedecía...!Acariciate! y las yemas de sus dedos se deslizaban suavemente sobre la tersura de su piel...!Más! !Un poco más!...!Por dentro!!Más abajo!...y ella obedecía. Todo mentalmente, sin mediar palabra alguna. Al final la falda le llegó a unos escasos centímetros de su sexo...casi podía tocarse ya las braguitas con la mano. Se detuvo, pero mi insistencia y determinación era absoluto. Quería que sus dedos llegaran a su sexo. !Acariciate ahí! !Vamos! !Es lo que más deseo!...Al final obedeció. Tras un instante de duda, el único que la detecté, accedió a llevar sus dedos a mi objeto de deseo, su sexo, no sin antes cubrir su pudor con el bolso. Pero solo unos momentos...empezó a masturbarse, primero con un ritmo lento, luego un poco más rápido...A medida que se acercaba al climax se le cayo el bolso o quizás lo tirara, tras haber superado la escasa deshibición que le quedaba. Para entonces yo me masturbaba como antes nunca lo había hecho. Ella sabía que me masturbaba, lo que le hacía aumentar la voluptuosa intensidad de su placer, que se traducia en gemidos y jadeos inconexos. Una espiral de placer llevo al unísono nuestros orgasmos que se fundieron en uno solo que me pareció larguisimo. Me recuerdo puesto en pié eyaculando por aquel diminuto espacio, mientras ella se perdía entre gemidos de placer cada más leves y distantes. Tras la pausa del posorgasmo, acerté a ver como ella se limpiaba, no sin delicadeza, una densa salpicadura de semen que permanecia pegada a la parte interna de su muslo, el que recostaba sobre el asiento. Utilizó directamente los dedos, sin ningún otro objeto de ayuda, lo que potenció en mi, sin saber porqué, una sensación de posesión y machismo incomprensible. El resto de la eyaculación quedó esparcida a lo largo del estrecho habitáculo.
Un ruido inesperado vino a romper el estado de laxitud que nos dejó el lance sexual...Era una de las azafatas del tren que nos traía la comida en un carrito, la misma que me recibió en el andén...
-La bebida va aparte...¿Quiere vino o cerveza?...Elegí el vino, una botella pequeña de tinto..Creo que ella también eligió el vino.
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7 comentarios:
Incopiable, Charne. No es posible imitarte en la descripción de este tipo de lances.
Ya sabes que eres mi máximo ejemplo de descripción entre todos los blogueros del Mundo.
FELICTACIONES.
Jajajajaja, Sr.Charneguet, pero que poco romantico es usted, aunque en aquella época era normal, ellas demasiado recatadas, y nosotros, demasiado cortados.
Un saludo
!Como me halagas siemprem Tella!...
No lo crea Don Manuel, era más romántico de lo que doy a entender. Hasta me atrevería a decir que estaba por encima de la media. En lo demás tiene razón, había mucho tabú en la época.
Magnifica prosa y lúbrico relato.
Eso sí, me vas a permitir una pregunta para nada peregrina, y es que yo lo doy muchísima (la que tiene, ni más ni menos) al tejido y color de la ropa interior femenina, y esas bragas, en caso de ser blancas y de algodón sublimarían el texto, si bien perdería gran parte de su fuerza (para mi, naturalmente) en caso de tratarse de otro color y tejido.
¿Sería Vd tan amable de indicarme si ese apetitoso sexo venía envuelto en braguita blanca de algodón?, si así fuese espero sepa Vd disculparme pues me ausentaré unos minutos, me voy al baño.
No lo recuerdo, Isra, ni siquiera que le viera las bragas. Solo la visión de sus nalgas y los dedos de su mano en su rítmico caricieo en esa zona, permanecen vivos en mi memoria y la salpicadura de semen en su muslo. Imagino, ahora que lo señalas, que serían negras. No se si otro color, lo hubiera detectado, si acaso por su disonancia, que no por otra cosa. Entonces el color de las prendas, por si mismas, no me decian nada. Piensa que esta historia la escribo ahora, un montón de años después del dia de autos. El sibaritismo en el sexo llegó después. Los relatos lo hago como un espectador que está viendo la escena. Luego ella, después de la comida y ya pasado Albacete, intento repetir de la misma forma la misma historia. Pero yo entonces quería poseerla, follarla. Con la referencia anterior y con el vino, pasé a su compartimento. Sin palabras, la puse contra la ventanilla, la subi la falda y la bajé las bragas. Pese a todo, sigo sin acordarme del color. La penetré por detras en un polvo de lo más animal que te puedas imaginar. Lo único reseñable de aquel polvo que merecería un post, fué que mientras la penetraba a la manera salvaje, ella me repetía entrecortada por los jadeos, "No me eches dentro" "No me eches dentro", pero en el climax, ella no se apartó, ni yo tampoco.
Me alegra comprobar que pasó lo que tenía que pasar, y entiendo que en el fragor de la batalla uno no se fije en ciertos detalles que, como bien dices, con la edad y la experiencia adquieren la importancia debida.
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