domingo, 24 de abril de 2011

EL CONDOR PASA



Krefeld, corrían las navidades de 1994...Una ciudad deliciosa para patearla a pié, sobre todo en esa época. Su mercadillo de Navidad es de los que te dejan pasmado, más para un español que desconocía el tipismo de las ciudades alemanas por esas fechas. Recuerdo, sobre todo, la iglesia (católica) de San Dionisio y un restaurante típico cercano a ella al que solímos frecuentar. Señalo lo de católica porque las dos iglesias predominantes en Alemania, la católica y la protestante, suelen estar situadas casi siempre una al lado de la otra. Por lo demás, Krefeld era una ciudad bastante triste, la clásica ciudad industrial de la cuenca del Rhur, que aunque durante el dia se desarrollaba una pujante actividad comercial, los chiringuitos callejeros de salchichas, una delicia que rompían de alguna manera, la monotomía febril de la ciudad. También el barrio turco, que le daba un toque exótico al entorno y que frecuentábamos también de vez en cuando. Los kebaps que se degustaban por allí eran de lo mas sabroso que se pueda imaginar y además, baratos. De Krefeld, recuerdo un bunker intacto de la segunda guerra mundial y un enorme cuartel militar inglés rodeado de alambradas, en teoría, de apoyo aliado de Alemania, pero ni tan siquiera el bullicio cosmopolita exterior, le rebajaba un ápice la sensación de ser un ejército de ocupación, pese que estaba costeado integramente por los propios alemanes. El acuartelamiento inglés, no estaba muy alejado de nuestro domicilio. Los transentes alemanes que andaban por sus aceras, mantenían hacia los británicos una actitud de indiferencia respetuosa, que de tanto parecerlo, resultaba despectiva...Para los ingleses eso era como si vieran llover. Habian ganado la guerra, luego podian ejercer de vencedores, una pasión secreta, que encima, les salía gratis; lo de menos es que la fuerza de la realidad y de la historia, hubiera enterrado las razones del principio y que la ocupación a esta alturas, resultara ya un esperpento fuera de lugar. El clásico síndrome patológico del dominante, de los que basan su autoestima en el dominio hacia los demás, pero los ingleses son así. Reminiscencias de la grandeza perdida sin duda...les ocurre lo mismo con Gibraltar.

Solíamos desplazarnos a otras ciudades cercanas, aquellas que a juicio de Claudia, mi mujer, tuvieran algún interés, bien por la belleza de su arquitectura, por los paisajes, por algún restaurante o simplemente por los recuerdos particulares que ella conservaba desde antaño por alguna razón especial. Duisburgo, Colonia, Leverkussen, Essen, Kempen...bellísima esta última. En Essen pasamos una mañana y almorzamos frente al lago, un lugar realmente paradisíaco y bucólico...Otras veces nos íbamos a Holanda que estaba a un paso. Venlo era la ciudad más cercana, donde tras la rigidez de las normas de vida, similares a las alemanas, se daba una intensa vida nocturna entre garitos semiescondidos que pasaban desapercibidos. Cierta noche, entramos en un local muy alargado, como una especie de tubo con la barra de bar a un lado, mesas al otro y con un amplio salón al fondo, donde daban conciertos musicales , funciones de teatro, conferencias, que se yo...una especie de club social bastante estrafalario, con un escudo del siglo XVI o XVII escrito en latín pegado a la pared, que hacia referencia a algún Rey de los Austrias, de cuando Flandes formaba parte del Imperio Español...Me asombré del celo con que los holandeses conservan su historia, incluida la del periodo oscuro de la ocupación española y de la cantidad de holandeses que me hablaron en español. Esa noche fuimos el centro de atracción de la movida y no nos dejaran pagar ni una sola ronda. Los holandeses son así de cálidos, incluso abiertos a todo lo español a pesar de la historia. Podría contar bastantes anecdotas en este sentido. Lo cierto es que allí los holandeses me hicieron sentirme como en casa, además de protagonista, como si estuviera emulando a alguno de aquellos soldados de los tercios españoles y ellos, los invadidos, me estuvieran homenajeando a mi, al invasor.

Aquel día habímos elegido Dusseldorf, una ciudad distante unos 20 Km de Krefeld, que ya conocíamos. No por algo concreto, sino porque nos salió así. Bueno, tampoco es del todo cierto, Claudia era una auténtica devoradora de libros -una rata de biblioteca que se dice- y alguna vez me habia llevado a una enorme librería ubicada en plena zona comercial, que tenía varias plantas. !Nunca vi tantos libros juntos!...y también por los codillos que servían en un restaurante popular, que eran realmente deliciosos.
Dusseldorf era una ciudad que se me presentaba con crudeza dos caras bien diferenciadas. Una elitista, muy clasista, de corte casi privada o exclusivista, al alcance solo de las altas clases burguesas y aristocraticas y donde todavía parecían respirarse los rancios aromas del Tercer Reich...La otra zona, situada frente aquella, vertebrada en torno a una amalgama de voluntades y rebeldias, que se desarrollaba en aparente anarquía. Los extranjeros se presentaban junto a los nuevos alemanes, aquellos que no querían ser otra vez una raza aparte, la superior como les contaron, porque querían ser normales...!Ya vale!...!Ni carne de cañon, ni el escudo de más visionarios psicópatas de la raza!...!Quien quiera poder que se lo agencie el solito!...Y en ello siguen.

Habíamos estado comiendo en un restaurante alemán muy popular, codillo de cerdo con col y patata, como os contaba, pero condimentado de una manera tan especial como nunca lo volviera a degustar. !No se quien dice que los alemanes no saben comer!...Hacia un frio de perros, 14 o 15 grados bajo cero seguro, como casi todos los dias...A la niña, entonces de año y medio, la llevábamos perfectamente abrigada en el carrito que le habia comprado la abuela. Asi que, con todos objetivos cumplidos, nos perdimos por la concurrida zona comercial.
En un instante, con la tarde casi vencida y bajo el manto de una lluvia fina de esas que parece que no calan, nos llegó el son de una melodia que no me era del todo desconocida. Las vibrantes notas me llegaban nítidas, incluso sonoras, con la cadencia de un cuchillo que parecía rasgar la densa atmosfera de aquel entorno hostil, plagado de ruidos; pero que me emplazaban a acudir a la fuente, como si de un nuevo Hamelín tras la flauta se tratara, absorbido por la magia de una música atrozmente triste, pero de una belleza que de sublime, pareciera emanar de un lugar donde solo moraran los dioses...
Un grupo de músicos, no más de diez, ataviados con ropajes andinos de lana de Alpaca, de llama o de vicuña, provistos de charangos, quenas y zampoñas, actuaban a cubierto en el interior de una amplia galeria comercial, desgranaban los armoniosos compases de "El condor pasa"...Creo que se llamaban algo así como "Llatnamanta", pero no estoy seguro. Como lamentara no haberla escuchado entera, la volvieron a interpretar expresamente para nosotros, tras deducir que yo era español. Juro que jamás escuché una música tan intensa, tan soberbia y tan bien interpretada como aquella. Desde entonces, las majestuosas cumbres andinas, sus gentes y su cultura, recalaron en mi, mientras un poso de tristeza quedara impregnando mi alma que todavía perdura. Siempre que escucho esa composición andina, pienso que el condor mas allá de los Andes, también vuela por Europa o por donde more un nativo boliviano, chileno, inca o peruano, que haya bebido las aguas de sus nieves.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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